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MENTALITÄT Mentalidad

(comp.) Justo Fernández López

Diccionario de lingüística español y alemán

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Vgl.:

Ideologie / Ideen / Begriff / Verstand und Vernunft

"Mente:

El vocablo 'mente' no es de uso frecuente en la literatura filosófica española; en todo caso su uso no ha sido hasta ahora muy preciso. A veces se ha empleado mente en el significado de 'intelecto' - especialmente en el significado de "intelecto pasivo" -; a veces, en el significado de "inteligencia"; a veces, en el significado de "espíritu"; a veces, en el significado de "psique" o de "operaciones psíquicas en general". En algunas ocasiones se prefiere 'mente' a 'espíritu' cuando se quiere evitar las implicaciones metafísicas o supuestamente metafísicas, que conlleva este último vocablo. Muy frecuentemente se entiende por 'mente' el entendimiento, en particular el entendimiento después de haber entendido o comprendido algo, a diferencia de la propia facultad de entender o comprender. Se puede usar asimismo 'mente' para designar el alma en cuanto agente intelectual que usa la inteligencia. En este último caso 'mente' tiene un sentido primariamente, si no exclusivamente, "intelectual". Sin embargo, el vocablo mens fue empleado por algunos escolásticos (por ejemplo, por Santo Tomás) para designar una potentia que abarca no solamente la inteligencia, sino también la memoria y la voluntad, no siendo algo distinto de las tres, sino las tres a un tiempo. Pero también se ha usado mens para referirse primariamente y la potentia intellectiva.

Se emplea también 'mente' para designar el sentido de algo, y especialmente el sentido de algo manifestado por alguien, como en "la mente del legislador" (la intención del legislador), "la mente de Egidio Romano" (lo que Egidio Romano quiso decir con lo que dijo), etc. Este significado de 'mente' está relacionado con el significado de 'mentalidad' en cuanto "forma de la mente", forma mentis. La mentalidad o forma de la mente es definible grosso modo como "la unidad de un modo de pensar".

Puede verse por lo anteriormente dicho que el vocablo 'mente', por lo menos en españól, está lejos de tener un significado preciso. Por eso cuando se emplea dicho vocablo es menester emplearlo en un sentido muy general, o bien en un sentido bien especificado, pero nunca entre medio. Agreguemos que se ha usado asimismo el adjetivo 'mental' no sólo para referirse a la condición de la mente, o a lo producido por la mente (cualquiera que sea entonces el significado de 'mente'), sino también para caracterizar cierto tipo de realidades: las "realidades psíquicas" (u operaciones psíquicas), a diferencia de las "realidades físicas". En este caso 'mental' y 'psíquico' son intercambiables. Se habla también de la "mentalidad primitiva"."

[Ferrater Mora, José: Diccionario de filosofía. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1969, vol. 2, p. 178]

Mentalidad

La verdad afecta al hombre en esta forma de experiencia, y en esa experiencia la inteligencia no sólo posee la verdad, sino que además se halla configurada, adquiere en cierto modo la figura misma de la verdad. Adquiere la figura de la verdad, la forma mentis, una forma mentis que – naturalmente – puede tener niveles muy distintos, pero que es innegable. Va desde lo que llamaríamos la vulgar deformación profesional de quien no está dedicado más que a una disciplina, hasta cosas mucho más hondas.

La verdad configura a la mente, en primer lugar, desde el punto de vista individual. Pero, además, la verdad configura en esa forma que hemos llamado la verdad que se conoce, y que está establecida tanto en el mundo como en forma anónima en el Espíritu Anónimo. [...] No hay duda de que el Espíritu Objetivo, dotado de esquemas, de esbozos que se establecen, que son así, facilita la investigación de la verdad. [...] Y, sin embargo, esto es gracias a grandes limitaciones y a grandes renuncias. [...] Pero, innegablemente, esas renuncias existen en el seno de cualquier esbozo, y por consiguiente, dentro de la figura constituida por un perfil unitario dentro del Espíritu Objetivo: la figura de la mente.

Y, justamente, la figura de eso que está establecido, la figura de la verdad establecida en el mundo, la figura de los ἀρχαί tópicos del Espíritu Objetivo, es justamente lo que propia y formalmente constituye el Mundo de la Sociedad.

El resultado es lo que decía antes, una forma mentis a la que ahora podemos dar un nombre más preciso: es una mentalidad.

La verdad crea una mentalidad en la inteligencia que la intelige. Ciertamente, esta mentalidad no procede pura y exclusivamente de la verdad inteligida. Es cierto. La forma mentis es inscribe dentro de algo más radical y primario, que es la figura animi. Y esta forma del alma es precisamente lo que las condiciones evolutivas, individuales, genéticas, las variaciones, etc., van imprimiendo en la inteligencia y en el espíritu de cada cual, con lo que este espíritu tiene una verdadera figura que le es propia. Pero dentro de esa figura individual propia del espíritu, es donde se inscribe la forma mentis, lo que llamamos mentalidad. No hay inteligencia sin mentalidad. Y la mentalidad es el modo configurativo como la verdad se apodera precisamente del hombre; se apodera y le da esa figura en distintos niveles.

Citaba antes la deformación profesional. Si comparamos la mentalidad de un físico o de un matemático con la de un filósofo o la de un teólogo, nos encontramos con mentalidades muy distintas. Los teólogos, generalmente, son muy propensos a emplear argumentos de autoridad. Y, naturalmente, el físico dice: a mí qué me importan las autoridades; no es esa mi misión. El matemático tiene, naturalmente, su mentalidad propia, etc...

Hay mentalidades distintas. Pero hay mentalidades de diferencia todavía mucho más grave: la mentalidad, por ejemplo, que opone la inteligencia occidental a la inteligencia asiática, a la inteligencia india. Son mentalidades completamente distintas. Hay niveles distintos dentro de una misma mentalidad general, pero no hay ninguna inteligencia que esté exenta de una mentalidad propia e individual, inscrita dentro de una mentalidad debida a la forma como el Espíritu Objetivo va configurando cada una de las inteligencias que a él pertenecen. Hasta el punto de que hay verdades que lo son en mentalidades distintas; y que por serlo, la figura que imprimen en las mentes es completamente distinta.

Los griegos, en hora muy precoz, fueron descubriendo una serie de verdades racionales, mejor dicho, de pruebas racionales de la verdad. Muchas de esas verdades las heredaron del Oriente. Pero en cuando un griego se encontraba ante una verdad elemental, se ponía inmediatamente a disparar su logos, a decir si es, si no es, si puede ser o no puede ser, cómo puede ser, etc.; es el razonamiento.

El oriental ha sido mucho más parco en estas reacciones. Lo cual no quiere decir, naturalmente, que no se hayan descubierto verdades fundamentales de la Física o de la Matemática en Oriente. Sí. Pero tan tarde dentro de su historia, que no sirvió para hacer del Oriente una mentalidad que se parezca, ni tan siquiera remotamente, a la mentalidad occidental. Y la misma verdad matemática o física se aloja dentro de mentalidades distintas en Oriente, por ejemplo, y en Occidente. Una misma verdad es inteligida de distinta manera en distintas mentalidades; y sin procurarlo, una misma mentalidad puede alojar verdades distintas y hasta opuestas: la mentalidad animista puede alojar a un dios monoteísta y politeísta, etc.

Esta es la segunda forma como, a mi modo de ver, se apodera precisamente la verdad de la inteligencia. La primera era la instalación, confiriéndole con ella una facilidad y una seguridad. La segunda es la configuración, confiriéndole al hombre una mentalidad.“

[Zubiri, Xavier: El hombre y la verdad. Madrid: Alianza Editorial, 1999, p. 150-154]

"Como realidad la esencia no es formalmente el correlato real de una definición, sino el momento físico estructurante de lo real, un momento formalmente individual qua esencia. Por otra parte, la esencia como realidad física es un sistema fundamental de notas, esto es, un modo de unidad que directamente y entre sí poseen las notas de que se halla formada. Siendo así, para aprehender metafísicamente la esencia nos hallamos desposeídos de los dos recursos clásicos: la idea de sustancia y la idea de definición. Por tanto, nos hemos visto obligados a forjar un órganon conceptual adecuado para el caso.

Para lograrlo apelamos, naturalmente, al lenguaje. Y esto no sólo ni tan siquiera principalmente (como hicieron los griegos) porque el lenguaje sea ›significativo‹, phoné semantiké, sino porque significa ›expresando‹. Y entre toda expresión, sea o no lingüística, y la mente misma hay una intrínseca unidad, honda y radical: la forma mentis. Esta unidad, es decir, esta mente así ›conformada‹, es lo que precisa y formalmente llamamos ›mentalidad‹: mentalidad es forma mentis. Por esto es por lo que el decir, el légein, no es sólo un decir ›algo‹, sino que es decirlo de ›alguna manera‹, esto es, con ciertos módulos propios de una determinada mentalidad. Dejemos ahora de lado el carácter social y las modificaciones de toda mentalidad y de lo que en ella se dice; no es nuestro tema. Nos basta con afirmar que la estructura del lenguaje deja traslucir siempre, en algún modo, unas ciertas estructuras conceptuales propias de la mentalidad. Expliquémonos.

Ante todo, el lenguaje deja traslucir ciertas estructuras conceptuales. No se confunda esta afirmación con otras cuatro perfectamente distintas de ella: primera, la afirmación de que la función del lenguaje es primariamente expresar conceptos; segunda, la afirmación de que el lenguaje es aquello donde primo et per se se expresan las estructuras conceptuales; tercera, la afirmación de que la función primaria de la intelección es forjar conceptos de las cosas; cuarta, la afirmación de que todo momento estructural de la intelección tiene su expresión formal en el lenguaje. Por el contrario, me he limitado a afirmar que en toda estructura lingüística transparece en algún modo una estructura conceptual. Las cuatro afirmaciones antes citadas son, en rigor formal, falsas, mientras que lo que hemos afirmado aquí enuncia un hecho innegable y fácilmente constatable. Digamos, sin embargo, que, a pesar de ser falsas, aquellas cuatro afirmaciones denuncian cuatro graves cuestiones, que, junto con lo que hemos afirmado aquí, constituyen cinco aspectos fundamentales que habrían de esclarecerse si se quiere salir a flore en el problema ›logos y realidad‹. No es nuestro tema. Nos limitamos aquí a tomar el lenguaje como meron índice de estructuras conceptuales.

Ahora bien, estas estructuras, decía, son en buena medida propias de una mentalidad determinada. No es que estos conceptos sean ›subjetivos‹, sino que, aun siendo verdaderos y fecundos, lo son siempre de un modo intrínsecamente limitado. Sin despreciarlos ni dejarlos de lado, cabe, pues, integrarlos con otros conceptos oriundos de formas mentales distintas. Y en este sentido, todo logos deja siempre abierto el problema de su adecuación primaria para concebir lo real.

La filosofía clásica se apoyó en un logos perfectamente determinado: el logos predicativo. Sobre él está montada toda la ›lógica‹ como órganon primario para aprehender lo real. El logos predicativo envuelve un sujeto y unas determinaciones predicativas, predicadas de aquél mediante el verbo ser. Aquel sujeto es considerado en primera línea como un sujeto sustancial, y el logos por excelencia es el que expresa su intrínseco modo de ser, la definición. Ahora bien, este rango fundamental de la lógica predicativa tiene, para los efectos de nuestro problema, cuando menos, tres limitaciones: la identificación del logos esencial con la definición, la identificación del logos con el logos predicativo, y la identificación del sujeto del logos con una realidad subjetual. [...]

En conclusión, proposición esencial no es idéntico a definición. El logos esencial no es forzosamente un logos definiente. Haber identificado ambas cosas es la primera limitación del concepto usual de logos esencial.

Pero hay en este concepto una limitación aún más honda: la de considerar que la predicación misma es la primera y primaria función de afirmar lo real qua real, de suerte que los nombres serían tan sólo ›simples aprehensiones‹, esto es, meras designaciones de conceptos, totalmente ajenos a la afirmación. Pero esto es inexacto. La forma primaria de aprehensión afirmativa de lo real es la forma nominal. Y esto no es sólo porque, como veremos más tarde, hay frases nominales, sino también porque el simple nombre desempeña a veces la función de designar afirmativamente la realidad de algo, sin la intervención del verbo ser. Antes de la división del logos en simple aprehensión y afirmación predicativa hay un logos previo, que es, indiferencialmente, lo que he solido llamar ›aprehensión simple‹, que es, a la vez y simplemente, denominación afirmativa de lo real. Es un logos ante-predicativo, el ›logos nominal‹. Por tanto, no puede identificarse el logos con el logos predicativo.

Ahora bien, este logos nominal puede revestir formas diversas, según sean las formas nominales mismas. La lógica clásica se ha adscrito a una de ellas, a aquella según la cual la realidad está compuesta de simples cosas substantes. Y ésta es la tercera limitación de la lógica clásica: la identificación del correlato real del nombre con cosa substante. Hay un logos nominal de estructura formal distinta.

En efecto, las ›cosas‹ (en sentido más latísimo del vocablo), tomadas por sí mismas, se expresan en todas las lenguas por ›nombres‹. Pero tomadas en sus conexiones mutuas, se expresan nominalmente di distintas maneras. Se expresan, en primer lugar, mediante una ›flexión‹ nominal. Y esta estructura morfológica deja transparecer la conceptuación de un determinadísimo aspecto de la realidad. La flexión, en efecto, afecta intrínsecamente a cada nombre; esto es, en el nombre declinado se expresa la conexión de una cosa con otro no como mera ›conexión‹, sino como ›modificación‹ de realidad absoluta, y, por tanto, se expresa la cosa como una realidad subjetual dotada de intrínsecas modificaciones. Pero se trata siempre y sólo de una cosa y de su nombre, bien que con matiz distinto en cada ›caso‹. Por esto las conexiones, más que conexiones, son modos o estados de ser, justamente πτσεις [ptóseis], ›flexiones‹ de la cosa real ›en absoluto‹. De ahí que el nombre declinado pueda ocupar en principio cualquier lugar en la frase, porque lleva en sí la expresión de su propio momento flexivo.

Otras veces se expresan las conexiones mediante ›preposiciones‹ que se añaden al nombre. Esto es, se conceptúan las conexiones no como modificaciones intrínsecas, sino justamente al revés, como tales conexiones de cosas. Las cosas son, por tanto, primariamente, independientes entre sí, y a esa realidad se le añade después una red de ›relaciones‹ más o menos extrínsecas, que las vinculan. Aquí, la conexión es ›relación‹.

Pero hay veces en que el lenguaje expresa las cosas conexas mediante nombre morfológicamente construidos unos sobre otros, de suerte que la conexión se expresa mediante una unidad prosódica, fonética y semántica de dos o varios nombres. Es el ›estado constructo‹. Por eso los nombres en estado constructo ocupan un lugar perfectamente definido en la frase, sin poder separarse del nombre en estado absoluto. En este tercer recurso morfológico transparece conceptuado un nuevo y original aspecto de la realidad. Tanto en la flexión nominal como en el régimen preposicional se carga el acento sobre cada cosa en y por sí misma, o bien modificándola intrínsecamente, o bien relacionándola extrínsecamente. Pues bien: en el estado constructo se conceptúa lo real como un sistema unitario de cosas, las cuales están, por tanto, construidas las unas según las otras, formando un todo entre sí. Aquí lo primario no son las cosas, sino su unidad de sistema. La conexión no es entonces ni flexión ni relación, sino sistema intrínseco.

Son tres conceptuaciones distintas de la realidad, cada una de las cuales responde a distintos aspectos de ella. Por eso no se excluyen mutuamente, sino que las lenguas echan mano de uno u otro recurso en distinta forma y medida. Las lenguas indoeuropeas emplean sólo la flexión nominal y el régimen preposicional. Otras lenguas, por ejemplo, las románicas, emplean tan sólo preposiciones. Las lenguas semíticas, unas emplean tanto la flexión como las preposiciones y el estado constructo, mientras que otras han perdido la flexión nominal y emplean sólo los dos últimos recursos. Pero lo que aquí nos importa ahora no es la morfología nominal, sino la conceptuación de la realidad que en ella transparece. El estado constructo, como recurso morfológico oriundo de una mentalidad propia, nos ha descubierto la conceptuación de una estructura de la realidad, según la cual la realidad misma es entonces primo et per se unidad de sistema. Con lo cual la expresión ›estado constructo‹ ya no designa aquí un mero recurso morfológico, sino una estructura real y física. En este sentido real, y sólo en éste, es en el que he empleado y emplearé en lo sucesivo aquella expresión. He aquí, pues, el órganon conceptual adecuado que buscábamos para nuestro problema: el logos nominal constructo. La esencia no puede conceptuarse ni en función de la sustancia o sujeto absoluto, ni en función de la definición, ni en función relacional, sino en función de la ›constructividad‹ intrínseca. La esencia constitutiva, en efecto, es un sistema de notas, y este sistema no es una concatenación aditiva o flexiva de notas, sino que es un sistema de notas intrínsecamente constructo.

Esta constructividad intrínseca de la esencia como sistema se expresa en dos momentos: la esencia tiene unas notas en estado constructo, esto es, como ›notas-de‹, y estas notas tienen una unidad que es el momento absoluto ›en‹ ellas. El término absoluto de la esencia no es, pues, cada nota según su contenido propio, sino justamente al revés, la unidad misma. Esta unidad es formalmente una unidad coherencial primaria. De suerte que la esencia como realidad en sistema es una realidad intrínsecamente construida según dos momentos: el ›de‹ de las notas y el ›en‹ de la unidad. [...] La esencia en sí mismo no es, pues, ni sustancia ni determinación sustancial. Primero, porque la realidad no es formalmente sustancia, sino sustantividad; y segundo, porque esta sustantividad tiene formalmente carácter de sistema. Su esencia es, pues, un sistema intrínsecamente constructo de notas. Tal es la índole metafísica de la realidad física integral de la esencia constitutiva."

[Zubiri, Xavier: Sobre la esencia. Madrid: Sociedad de Estudios y Publicaciones, 1963, pp. 345-356]

“Cada uno de nosotros está sometido a una cierta condición económica y a una cierta condición filosófica – las ideas de su tiempo y sociedad. El error marxista es suponer que ésta puede deducirse de aquélla, es decir, que las ideas no son un poder autónomo en nuestra vida, sino meras proyecciones fantasmogóricas de nuestra condición económica. Dime lo que comes y te diré qué piensas. Esas ideas, que son meras sombras chinescas arrojadas por nuestra despensa, son «ideologías». (Uno de los grandes síntomas de la estupidez invasora que ha inundado nuestra época ha sido oír estos últimos años a los políticos ingleses conservadores emplear en serio la palabra «ideología»). La verdad es que ni las ideas se dejan reducir a la situación económica, ni ésta a aquéllas. Ambas son dos condiciones de nuestra vida que se influyen recíprocamente. A estas condiciones hay que añadir otras, y ese enérgico reciprocarse da por resultado nuestra vida con su singular perfil.

Pero aquí es donde entro yo. En mi librete Ideas y creencias, hago observar que al preguntarse el historiador por las ideas de un hombre o una época hace una pregunta equívoca. Bajo el título general «ideas» se esconden dos cosas muy distintas. Hay las ideas que el hombre tiene, que piensa, que inventa, que se le ocurren: las ideas-ocurrencias. Y hay otras ideas que, lejos de ocurrírsele a este hombre, a esta época, se las encuentra ahí; por tanto, fuera mejor decir que se encuentra en ellas, que no las ve como ideas suyas, sino al contrario, como siendo la realidad misma. Son ideas que no se le ocurren a uno, sino, al revés, ideas en que se cree: las ideas-creencias. Se refieren a los órdenes más diferentes del Universo – no se entienda por creencias sólo las religiosas. Lo esencial en ellas es que tienen para nosotros el carácter de realidades y no de meros pensamientos nuestros, por «científicos» que éstos sean. Tanto es así, que muchas de nuestras creencias actúan eficazmente en nuestra vida sin que nos apercibamos de ellas – tan fundamentales, tan elementales son para nosotros. Se vive siempre desde ciertas creencias, y por lo mismo no las vemos, como no vemos el espacio de tierra sobre que tenemos puestos los pies y que nos sostiene.

Es evidente que estas dos clases de ideas – las ocurrencias y las creencias – representan dos estratos de muy distinto rango en la arquitectura de nuestra vida. Las creencias son los cimientos que portan y sustentan todo lo demás. Cuanto hacemos y pensamos se mueve ya en el horizonte delimitado por el sistema de las creencias. Y el historiador lo primero que necesita averiguar, de un hombre o de una época, es este sistema de creencias. La historia se convierte así en conocimiento de profundidades. Porque las creencias, al no ser simplemente las ideas «que tenemos» – es decir, que enunciamos, parlamos, escribimos – no están, sin más en la superficie visible y audible de una época, de una vida. Para descubrirlas hay que descender sobre el haz del paisaje histórico, dejando atrás todas las psicologías y caracteriologías y morfologías hasta ahora usadas, cuya utilidad no es desdeñable, ni mucho menos, pero que en comparación con el afloramiento de las creencias latentes son de orden subalterno.

Esta concepción obliga a crear nuevos métodos y nueva técnica en historia. Hay que convertirse en minero de humanidades. Estos estudios de las creencias como tales nos revela los diversos estados por que pasan. Un mismo contenido de fe puede actuar en épocas sucesivas de modos diferentes. Sin meternos en finuras, topamos, desde luego, con estos tres estados de una misma creencia: cuando es fe viva, cuando es fe inerte o «muerta» y cuando es duda. Porque el estado de duda pertenece al mismo estrato de las creencias, es un modo deficiente de creer. Dudar no es simplemente creer que no frente a creer que sí, ni tampoco vacío de creencia. Por el contrario, es un creer doble. Estamos en la duda porque dos creencias incompatibles batallan dentro de nosotros, y entre ambas oscilamos, fluctuamos. Por eso dije hace poco en la Facultad de Filosofía que la duda es la hermana bizca que tiene la ciencia.

Otra de las cosas que la teoría de las creencias nos enseña es que no puede darse una creencia, en la plenitud del término, si no es colectiva. Como individuo, puedo llegar a estar plenamente convencido, esto es, persuadido de algo, y esa convicción ser tan vigorosa y compacta que se aproxime mucho a la índole de las creencias. Pero siempre habrá entre aquélla y éstas diferencia y distancia. Los nombres mismos las declaran. Convicción, persuasión, dan a entender que son estados a los cuales hemos llegado por nuestra cuenta en virtud de razones y, cuando no, de motivos. Pero una creencia auténtica, en la cual de verdad estamos, no se funda en razones ni en motivos. En el momento en que esto aconteciese, no sería pura creencia. Tenían razón los teólogos cuando hablaban de que la fe es ciega. Sólo que ellos tenían de la fe una idea menos franca y resulta que yo. [...]

Cuando creemos de verdad en algo, no se nos ocurre buscar razones para esa fe. Ello significaría hacérnoslo cuestión, y la creencia es incuestionable. Mas parece sumamente difícil que nos sea incuestionable lo que en nuestro derredor vemos cuestionado. En esto me funda para pensar que una creencia plenaria sólo es posible cuando nuestro contorno social participa de ella y tiene en su ámbito plena vigencia. Al comenzar a vivir nos es inyectada por la sociedad a que pertenecemos, y cuando empezamos a ser personas la tenemos ya dentro; en rigor, la somos. Esto explica que no necesite razones y que no sepamos por qué vías mentales – pruebas, motivaciones, experiencias – hemos llegado a ella. En una creencia no se entra, sino que mágicamente se encuentra uno en ella desde siempre. La fe, al menos el prototipo de una fe, es siempre «la fe de nuestros padres», es decir, algo que estaba ya ahí antes de que nosotros llegásemos. De las meras ideas se entra y se sale, tienen puertas y ventanas. Pero la creencia es algo, en efecto, mágico: se está en ella, y entonces es para nosotros la realidad misma. Un buen día nos despertamos, y no menos mágicamente se ha volatilizado, sin dejar rastro. Una idea superada, en cambio, deja indeleble huella en la nueva idea con que la sustituimos.

Pues bien: en los tiempos de Vives – el Renacimiento – el sistema de creencias medievales ha entrado en un proceso que llevará a su volatilización como tal fe plenaria y colectiva. Ha sido uno de los sistemas de creencias más firmes que haya habido nunca en lo visible del pasado, sólo comparable en su firmeza con los de los pueblos primitivos, que, por otra parte, son incomparablemente más simples.

Cuando se ha aprendido a ver lo que para la vida humana representa una fe sólida y a la vez rica de contenido, no hay hecho que supere en dramatismo a su volatilización.”

[Ortega y Gasset, José: “Artículos 1940-1941”. En: Obras completas, t. V, pp. 499-502

Ver también:

§  Ortega y Gasset, J.: „Ideas y creencias“ (1940). En: Obras completas, t. V, p. 379-411.

§  Wittgenstein, Ludwig: „Über Gewissheit“. In: ders. Werkausgabe, Bd. 8. Frankfurt/Main: Suhrkamp, 1984, S. 113-257

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