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Bienio reformista de izquierdas

(comp.) Justo Fernández López

España - Historia e instituciones

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bienio rojo: reformista, transformador, social-azañista (15 de diciembre de 1931 - septiembre de 1933)

En junio de 1931, tienen lugar las elecciones y las Cortes Constituyentes surgidas de estos comicios presentaban una mayoría republicana y socialista, cuyos propósitos reformadores se aplicaron a la elaboración de la Constitución republicana, creada según el modelo de la República alemana de Weimar.

En diciembre de 1931, Niceto Alcalá Zamora fue elegido presidente de la República, y Manuel Azaña, jefe de Gobierno. Comienza así el Bienio reformista que durará de 1931 a 1933.

El Gobierno adopta el modelo de la Institución Libre de Enseñanza, aplica leyes restrictivas a los jesuitas y a las asociaciones religiosas y lleva a cabo una reforma militar.

El Estatuto de autonomía de Cataluña junto con la reforma agraria fueron los dos asuntos de mayor envergadura en el primer año de gobierno del bienio republicano-socialista, asuntos en los que el gobierno de Azaña puso especial empeño.

Segundo gobierno de Manuel Azaña: Tras aprobarse la Constitución, se inició un nuevo período con un gobierno presidido por Manuel Azaña y formado por una coalición de los republicanos de izquierdas con los socialistas tras el rechazo del Partido Republicano Radical de participar en el gobierno por estar en desacuerdo con la continuidad de los socialistas.

El gobierno republicano-socialista emprendió un amplio programa de reformas en un contexto económico desfavorable, marcado por el ascenso del paro. Estas fueron sus principales medidas:

Reformas laborales propulsadas por el socialista Largo Caballero desde el Ministerio del Trabajo: mejora la posición de los trabajadores y sindicatos. Cerrada oposición del empresariado.

 

Reforma educativa: construcción de 6750 escuelas y contratación de 7000 maestros con mejores salarios.

 

Enseñanza mixta: la asignatura de religión deja de ser obligatoria. Oposición de la Iglesia.

 

Reforma militar: se exige juramento de fidelidad de los militares al nuevo régimen republicano (el que se niegue puede optar al retiro con paga completa); reducción del número excesivo de jefes y oficiales.

 

Reforma agraria: en 1932 se aprobó la Ley de Bases de la Reforma Agraria para facilitar el reasentamiento de campesinos sin tierra en latifundios insuficientemente explotados. La aplicación de esta ley tuvo poco éxito, pues pocos campesinos se pudieron beneficiar de ella, lo que causó una gran decepción entre el campesinado.

La derecha tradicional quedó desorganizada tras la proclamación de la República en los primeros meses del nuevo régimen. La oposición conservadora quedó restringida a las Asociaciones Patronales como la Unión Económica Nacional  y el Partido Radical de Lerroux. Este grupo de centro-derecha dirigió la oposición al gobierno en las Cortes.

Por otro lado, la izquierda revolucionaria no dio tregua al nuevo gobierno. La Confederación Nacional del Trabajo (CNT), con más de un millón de afiliados, siguió la línea extremista marcada por los militantes de la Federación Anarquistas Ibérica (FAI).  El minoritario Partido Comunista de España (PCE) se hallaba también instalado en una línea radical, defendida en aquel momento por la Komintern y Stalin.

Disolución de la Compañía de Jesús

El 24 de enero de 1932 el Gobierno, aplicando el Artículo 26 de la Constitución, ordena disolver la Compañía de Jesús y confiscar todos sus bienes en España incluyendo sus inversiones en la Telefónica y en las compañías de electricidad y transportes, pero resulta difícil seguir su entramado de empresas pantalla.

El decreto supone la exclaustración de los jesuitas que regentaban instituciones docentes. Algunos centros docentes, como la Universidad de Comillas, lograron mantener su actividad, pero otros tuvieron que cesar. Entre los afectados estuvieron centros de estudios superiores como la Universidad Pontificia Comillas, el Instituto Químico y el Laboratorio Biológico de Sarriá, el Instituto Católico de Artes e Industria de Madrid, el Centro Escolar y Mercantil de Valencia, los observatorios de Roquetas y Granada, las Facultades de Letras y la Universidad Comercial de Deusto, por entonces única Facultad de Ciencias Económicas de España, que no volvería a abrir sus aulas hasta pleno franquismo.

En algunos casos estos centros pasaron a ser propiedad del Estado, por lo que sus títulos recibieron el reconocimiento oficial que no habían tenido durante la Monarquía. En otros casos los jesuitas siguieron dirigiéndolos como si se tratase de cualquier empresa privada, y la propiedad de algunas residencias se descubrió que hacía años que recaía en los propios habitantes a pesar de que la Compañía figuraba como titular.

La Sanjurjada del 10 de agosto de 1932

El golpe del general Sanjurjo, el 10 de agosto de 1932, fue el primer golpe militar perpetrado contra la Segunda Republica, que sería conocido como “la Sanjurjada”. La intentona fue un rotundo fracaso, a las pocas horas el movimiento había sido completamente neutralizado. Causas de fracaso de golpe militar: la heterogeneidad de los implicados, pésima planificación y coordinación, algunas voces que hablaron directamente de traición. El golpe debería haber tenido dimensión nacional, pero solo tuvo alguna repercusión en Madrid y en Sevilla. Sanjurjo no fue el único artífice del golpe, muchos participantes e instigadores del golpe quedaron en el anonimato, aunque volverían a intentarlo, junto con Sanjurjo, en julio de 1936.

El general Sanjurjo era un militar de gran prestigio dentro del ejército y muy respetado, con una brillante trayectoria militar (dirigió el desembarco de Alhucemas). Era un militar de probada lealtad monárquica. Pero Alfonso XIII tuvo que abandonar España, Sanjurjo garantizó desde su puesto de director de la Guardia Civil la salida pacifica del monarca y el mantenimiento del orden público. Esta actuación del general y el hecho de que cuando se proclamó la República, Sanjurjo era responsable de la Guardia Civil y jugó un papel determinante en el desarrollo de los acontecimientos, le granjeó la confianza de las autoridades republicanas que lo mantuvieron en el cargo.

En mayo de 1931 graves incidentes entre monárquicos y republicanos desembocan en los disturbios que culminan con la quema de diversos conventos y edificios religiosos. Grupos contrarios a la República comienzan a organizarse. La aristocracia, los terratenientes, la Iglesia tratan de evitar que las reformas emprendidas por los republicanos se consoliden. La reforma militar de Azaña inquietaba a los militares: la revisión de ascensos, la reorganización de las regiones militares y el pase a la reserva de un elevado número militares. La revisión de ascensos pretendía anular parte de los ascensos obtenidos en las campañas africanas. Sanjurjo podría ver afectada su graduación de llevarse a cabo la revisión.

José Sanjurjo (1872-1936) era hijo de un jefe carlista. Participó desde 1896 en la última y definitiva fase de las guerras de Cuba. En 1909 solicitó su destino al norte de África para combatir en la guerra de Marruecos. Ascendido a general de brigada en 1920, un año mas tarde obtuvo el grado de general de división y el cargo de gobernador militar de Zaragoza. En 1923 se unió al golpe militar del general Miguel Primo de Rivera. En 1924 pasó a ocuparse de la comandancia militar de Melilla, desde donde se distinguió en el desembarco de Alhucemas (1925). Alto comisario de Marruecos entre 1925 y 1928, este último año pasó a ser director general de la Guardia Civil.

El 31 de diciembre de 1931, en la localidad extremeña de Castilblanco, tuvo lugar una manifestación de trabajadores del campo que fue disuelta por la Guardia Civil. En el enfrentamiento fallecieron cuatro agentes del cuerpo y un vecino del pueblo. La Guardia Civil extrema las precauciones y, unos días más tarde, en la localidad riojana de Arnedo, otra manifestación termina también de manera trágica con varios muertos. El descontento de la población del campo va en aumento y se suceden las protestas. Todos estos sucesos, donde la Guardia tuvo un dramático protagonismo, ponen en compromiso al director de la Guardia Civil, general Sanjurjo. En enero de 1932, el primer ministro, Manuel Azaña, releva a Sanjurjo de su puesto y lo sustituye por el general Cabanellas. El general relevado pasaría a dirigir el cuerpo de Carabineros, lo que para Sanjurjo equivalía a rebajarle. Pero, según J. Termes, lo que parece seguro es que el frustrado golpe de Estado monárquico del general Sanjurjo, del 10 de agosto de 1932, iba ciertamente contra la autonomía de Cataluña. El golpe de Sanjurjo facilitó, de contragolpe, una más rápida tramitación y aprobación del Estatuto catalán.

El golpe de Estado de Sanjurjo, con el apoyo de otros militares (entre ellos, el coronel José Enrique Varela) y el de destacados dirigentes carlistas, fracasó. Sanjurjo intentó huir, pero fue detenido en Huelva. Un consejo de guerra le condenó a muerte acusado de rebelión militar. No obstante, el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, le conmutó la pena de inmediato, sustituyéndola por la de cadena perpetua.

En 1934, tras el triunfo electoral de los partidos de derechas, se benefició de la amnistía del gobierno de Alejandro Lerroux. No obstante, fue desterrado y fijó su residencia en Estoril (Portugal), donde aprobó los planes del general Emilio Mola para el levantamiento de 1936 que daría como resultado el inicio de la Guerra Civil. Designado jefe de los sublevados el 17 de julio de ese año, falleció tres días más tarde al estrellarse poco después de despegar en las proximidades de Estoril el avión (pilotado por el falangista Juan Antonio Ansaldo) en que regresaba a España para tomar el mando de la rebelión.

La Reforma Agraria

El 9 de septiembre de 1932, la República proclama la Ley de Bases de la Reforma Agraria, uno de los proyectos más ambiciosos de la Segunda República porque pretendía resolver un problema histórico: la tremenda desigualdad social que existía en la mitad sur de España pues junto a los latifundios propiedad de unos miles de familias, casi dos millones de jornaleros sin tierras vivían en condiciones miserables. Para resolver el problema se decidió la expropiación con indemnización de una parte de los latifundios que serían entregados en pequeños lotes de tierra a los jornaleros. Sin embargo, por diversas razones, la reforma fue un fracaso, pues defraudó las expectativas de jornaleros y campesinos.

Objetivos de la Reforma Agraria:

 

Los propietarios de tierras no podrán echar a los campesinos que las arriendan.

La jornada de los jornaleros del campo será de 8 horas como la de los obreros industriales.

Para el trabajo de las tierras se contratarán jornaleros del propio municipio.

Los propietarios están obligados a cultivar sus tierras bajo amenaza de confiscación: “la tierra para el que la trabaja”. Se pretendía evitar que los terratenientes boicotearan a la República dejando las tierras sin cultivar.

Autorización de arrendamientos colectivos: los sindicatos campesinos podrán ocupar las fincas en abandono manifiesto con prioridad sobre las personas individuales, combatiendo así el subarriendo.

Implantación en el medio agrario del Seguro de Accidentes de Trabajo.

 

Se trataba de "redistribuir la tierra", expropiando las grandes fincas señoriales y los latifundios en manos de propietarios absentistas para entregarlas a sus cultivadores, a título de propiedad individual o a través de cooperativas y sindicatos. De esta manera se devolvía a los núcleos rurales sus antiguos bienes comunales, expropiados con las desamortizaciones llevadas a cabo entre 1835 y 1860.

En 1932 se crea el Instituto de Reforma Agraria (IRA), órgano encargado de transformar la Constitución rural española. Fue fundamental para llevar a cabo la Ley de Reforma Agraria de España. Durante el gobierno de Manuel Azaña, fue la medida izquierdista más trascendental, ya que España vivía una agricultura estancada en la tradición latifundista.

Paralelamente al IRA, se creó el Banco Nacional Agrario, mal visto por la banca privada, y semiestatal. Se forman coaliciones enemigas al Instituto, como la Asociación de Propietarios de fincas rústicas, que se oponían a dichas reformas, e imposibilitará el programa izquierdista rural. Con la llegada de la derecha al gobierno republicano en 1935 (bienio radical-cedista), el programa de la reforma agraria quedará bloqueado mediante la Ley de Contrarreforma Agraria. La dictadura de Franco anula totalmente el programa del IRA, programa que supuso un importante antecedente a la liberación de los latifundios.

La falta de coherencia dentro del gobierno se mostró, fundamentalmente, en la cuestión agraria, que se aplazó hasta el 15 de septiembre de 1932 con la votación de una ley agraria moderada. La paulatina aplicación de esta ley no entusiasmó nada al campesinado.

En la Ley de bases de septiembre de 1932 se acometió el fin de las “supervivencias feudales” considerando expropiables las tierras que constituyeron señoríos jurisdiccionales y aboliendo sin indemnización “todas las prestaciones provenientes de derechos señoriales”. El resultado de la legislación abolicionista fue mediocre, pues hasta junio de 1936 tan solo fueron abolidas 34 prestaciones. De hecho se rechazaron bastantes solicitudes de los pueblos. De hecho, la legislación republicana no abordó la resolución de los pleitos perdidos por los pueblos en el siglo XIX.

El rescate de los bienes comunales seguía siendo una aspiración. El proyecto de rescate y readquisición de bienes comunales no llegó a ser aprobado, pero las expectativas que levantó alentaron un sinnúmero de reivindicaciones por la recuperación del espacio comunal, por romper su disfrute oligárquico o por acceder a una parcela de tierra.

Una política económica monetaria de tradición liberal y el mantenimiento del sistema financiero capitalista español, a lo que hay que añadir las repercusiones de la crisis mundial de 1929, hicieron imposible la satisfacción de las reivindicaciones del sindicato anarquista Confederación Nacional del Trabajo (CNT), que pronto manifestó su oposición más radical al reformismo parlamentario.

El 8 de enero de 1933 la Federación Anarquista Ibérica (FAI) hizo un llamamiento a la insurrección general. En la aldea de Casas Viejas (Cádiz), tuvo lugar un movimiento insurreccional campesino promovido por los anarquistas. En un intento de unir la huelga general a la agitación campesina, se produjo la represión de Casas Viejas. En esta localidad, el 11 y el 12 del mismo mes, ocurrieron los sucesos más graves: un grupo de campesinos que había proclamado el comunismo libertario y atacado el destacamento de la Guardia Civil fue asesinado por miembros de la Guardia de Asalto (cuerpo policial creado por el gobierno republicano el 30 de enero de 1932 para sustituir a los cuerpos urbanos de policía). En meses sucesivos se le irá dotando de personal y medios para hacer frente a las huelgas esporádicas y a los enfrentamientos entre bandas callejeras.

Esta fuerza llegó en ayuda de los guardias civiles asediados poco después del inicio del ataque por parte de los insurrectos. Las escenas más terribles sucedieron en el hogar del campesino apodado Seisdedos: el incendio de la choza en la que se había refugiado el 11 de enero con seis familiares y dos vecinos acabó con la vida de todos ellos al día siguiente. Pocas horas después, otros catorce pobladores de la aldea fueron fusilados por los guardias.

Este suceso fue un duro golpe para el gobierno presidido por Manuel Azaña, pues desilusionó a la izquierda, provocó los ataques de la derecha y convocó la petición generalizada de responsabilidades por los fusilamientos. No obstante, ni la comisión parlamentaria creada de inmediato al efecto, ni el proceso judicial abierto para esclarecer los acontecimientos, establecieron que el gobierno de Azaña hubiera dado orden alguna promoviendo la represión efectuada. El capitán Manuel Rojas, que mandaba los efectivos policiales actuantes durante el suceso, fue condenado a 21 años de prisión tres años más tarde.

Este hecho, junto con las derrotas en las elecciones municipales y para el Tribunal de Garantías, forzó la dimisión del jefe de Gobierno, Manuel Azaña, en septiembre de 1933, envuelto de alguna manera en los enfrentamientos políticos abiertos en Casas Viejas ocho meses antes.

El fracaso de la reforma agraria fue una de las causas principales de la aguda agitación social del periodo 1933-1934, porque el anuncio de la reforma hizo creer a muchos jornaleros en una rápida entrega de tierras, que finalmente no se produjo por lo que pronto se sintieron decepcionados. Esto llevó a la radicalización de la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra (FNTT) de UGT a la que se habían afiliado muchos jornaleros del campo, con la promesa del reparto de la tierra, que experimentó por ello un crecimiento espectacular. Por eso la FNTT se situó en la vanguardia de la radicalización socialista que conduciría a la ruptura de la coalición republicano-socialista que gobernaba el país, primero, y a la oposición a la "república burguesa" después, coincidiendo así con la CNT, que desde el principio había combatido una reforma agraria que, según ella, consolidaba el modelo capitalista en el medio rural e imposibilitaba el que se produjera una "verdadera" revolución.

Al otro lado del espectro político, la reforma agraria unió a los tradicionales sectores sociales dominantes en el agro y contribuyó, en grado similar o incluso superior a la "cuestión religiosa", a consolidarlos como bloque de oposición al régimen republicano.

La reforma, sin resultar un fracaso absoluto, representó una gran frustración para los campesinos debido al atraso en elaborar la ley (un año y medio tras la proclamación de la república), la lentitud del Instituto de Reforma Agraria, encargado de elaborar el inventario de tierras expropiables y la falta de dinero para expropiar las tierras, que debían ser indemnizadas previamente.

El carácter ideológico de la reforma agraria

«En 1932, cuando se debatía en las Cortes el proyecto definitivo de la Reforma Agraria, Juan Díaz del Moral presentó un voto particular de mucha enjundia. En él abogaba por que se concedieran tierras únicamente al campesino capacitado para labrarlas e introducir mejoras en las mismas; al mismo tiempo, los lotes de tierras que se dieran habrían de tener el tamaño suficiente para garantizar su viabilidad económica. Advirtió que de no hacerse así, si se sustituían las razones económicas de la reforma por criterios ideológicos y políticos, se estaría llevando «inexorablemente» la miseria al campo. Máxime cuando todas las reformas realizadas en Europa habían demostrado que en ningún país existía tierra cultivable suficiente para asentar a cuantos vivían en el campo.

De nada valieron las innumerables advertencias sobre las insensateces de las reformas sustentadas en objetivos ideológicos y políticos en contra de los económicos. [...] La tarea iba a ser gigantesca, ya que rehacer toda la ordenación de la propiedad significaba, ni más ni menos, que rectificar la historia de España. Al establecer este objetivo se estaba asumiendo la herencia ideológica de los regeneracionistas. Como ellos venían defendiendo desde hacía tiempo, la causa del problema agrario residía en la existencia de la gran propiedad, proveniente del señorío y reforzada en las desamortizaciones. [...] Según los datos que aportaban algunos de los diarios más prestigiosos de los años treinta, por causa de la gran propiedad estaban sin cultivar la mitad de las tierras de Extremadura y de la Bética.

Esta fue la ideología que asumieron los socialistas, que fueron los que, a la postre, impulsaron la Reforma Agraria. Lo que les preocupaba realmente era el paro de los jornaleros, que achacaron a la vuelta al campo de cuantos se habían desplazado a las obras públicas puestas en marcha por la Dictadura. Para atajarlo pusieron en marcha sus decretos agrarios, para terminar decidiendo que el camino definitivo para atajarlo sería llevar a cabo la Reforma Agraria. Reforma que nadie sabía a qué fincas podía afectar, excepto que habrían de ser las vagamente consideradas como muy grandes. Ahora, en el momento de iniciarla, resultó que nadie sabía cuáles eran esas tierras, qué extensión podían tener, ni quiénes eran sus dueños.

Los socialistas defendieron en el Instituto de Reforma Agraria (IRA) que la dirección de las colectividades debía ser cosa sólo de obreros, pues los ingenieros, los capataces y los encargados estaba viciados por haber trabajado para los terratenientes. Cuando comenzaron a entregarse tierras a las primeras colectividades, los vocales patronales pusieron el grito en el cielo, pues esas entregas carecían del estudio previo de viabilidad avalado por los ingenieros agrónomos. Los vocales socialistas respondieron tajantes: eso era una argucia patronal, cuando lo que había que hacer era mandar dinero a las colectividades.

Cuando en junio de 1933 el Instituto de Reforma Agraria (IRA) pensó asentar a 30.000 familias en 80.000 hectáreas, le salió una media de 2,6 para cada una, y esto en la época se sabía que era un disparate. Los lotes familiares asignados, independientemente de que se cultivasen individual o colectivamente, no permitían subsistir a una familia. La realidad estaba dándole la razón a Juan Díaz del Moral y a los que opinaban como él.

La venganza por el desconocimiento, la estaban llevando a cabo los hechos, los mismos que los reformadores ignoraron, que terminaron por acabar con un proyecto mal concebido, peor informado y, al final, fallido y frustrante. Proyecto que, por sorprendente que parezca, todavía sigue contando con un aura romántica.» [José Manuel Macarro, Nueva Revista núm. 133, noviembre 2011]

Las autonomías y los nacionalismos periféricos

Los intelectuales republicanos de 1931 creían en un Estado fuerte y veían España como una unidad histórica y cultural en la que coexistían las singularidades biográficas de Cataluña, País Vasco y Galicia. Azaña pronunció uno de sus más brillantes discursos en defensa de la autonomía catalana dentro de la República democrática española.

«Seguía la discusión constitucional en las Cortes. El proyecto parecía decantarse por un régimen federal. Ortega tomó la palabra en la noche del 25 al 26 de septiembre de 1931 y consiguió uno de sus mayores éxitos históricos, no sólo momentáneo, sino también de una gran proyección de futuro, pues no en vano sus idea estuvieron muy presentes  tanto en la posterior discusión del Estatuto catalán en 1932 como en la entonces tan lejana Constitución española de 1978.

Ortega definió con precisión filosófica los términos de “federalismo” y “autonomismos”., que en su fondo son antagónicos. El federalismo parte de la idea de que existen soberanías distintas e independientes y, de ahí, intenta construir un nuevo Estado a partir de otros que supone preexistentes. Por contra, el autonomismo parte de la idea de que ya existe una soberanía indivisa sobre la cual no se discute, y desde ella se propugna una descentralización de funciones para que sean ejercidas por las regiones. Esta descentralización es política y administrativa, y puede ser plena, hasta el punto de que el Estado central no ejerza casi funciones, salvo aquellas imprescindibles para la cohesión del territorio.

El federalismo, muy al contrario de lo que se piensa, no es necesariamente descentralizador, pues, primero, las soberanías independientes que se unen en Estado pueden hacerlo bajo la fórmula de la centralización y, segundo, el federalismo puede ser rigurosamente centralizador hacia dentro del Estado preexistente. En un Estado como España, dice Ortega en este discurso, discutir sobre la divisibilidad de la soberanía es perturbador.

En 1918, Ortega había criticado el concepto de soberanía sostenido por Maura frente a Cambó. Había dicho de él que era una antigualla de manual de ciencia política, y había hablado de “organización federativa”. Pero ahora, sin referirse a aquella antigua fiebre federal camboniana, volvía al concepto de soberanía mantenido por Maura, o a lo esencial de éste. Ortega dijo en las Cortes que la soberanía no es una competencia que ejerza uno u otro poder estatal, sino el origen de todo poder, de todo Estado, y de toda ley.

La soberanía es para Ortega preestatal y prejurídica, es decir, anterior al Estado y a la ley, porque es el fundamento de todo poder, de toda ley, de todo derecho y de todo orden. La soberanía es la voluntad de convivencia histórica de una colectividad. Interpretar la historia de España como un camino hacia la desmembración, hacia la desconvivencia, era para el filósofo algo absurdo, falso y antihistórico.

España no era un conjunto de territorios unidos sin ninguna voluntad soberana común por simple acuerdo de soberanías, sino una voluntad común de convivencia de largos siglos, sólo empezada a quebrarse por la desilusión y la falta de proyectos de futuro. La solución no podía ser, pues, federal, sino autonómica.

Y es lo que defendió Ortega en las Constituyentes: una amplia autonomía para todas las regiones y no sólo para aquellas como Cataluña y el País Vasco que habían visto nacer partidos nacionalistas reivindicativos. Otros intelectuales, como el entonces azañista Claudio Sánchez Albornoz, se expresaron en el mismo sentido. La Constitución recogió finalmente la fórmula de “Estado integral” para eludir el problema que suponía la contraposición entre el unitarismo y el federalismo.» [Zamora Bonilla 2002: 347-348]

El 15 de septiembre de 1932 la República concede a Cataluña un estatuto de autonomía que establecía la Generalitat, presidida por Francesc Macià. Posteriormente se anunció la elaboración de otro estatuto de autonomía para Vizcaya.

«Cataluña ya gozaba de un régimen preautonómico desde el mismo día de la declaración de la República y del gesto independentista de Francesc Macià. Fue él quien ocupó la primera presidencia de la Generalitat hasta su muerte en diciembre de 1933, cuando fue sustituido por Companys. El proceso autonómico no se extendió inmediatamente a otras regiones.

El Partido Nacionalista Vasco impulsó la autonomía desde los comienzos de la República, pero se encontró, por un lado, con que los ayuntamientos navarros se negaron a formar parte de una región autónoma junto a las tres provincias vascas y, por otro lado, con la escasa conciencia nacionalista de Álava, donde los votos favorables a la autonomía no superaron el cincuenta por ciento en el plebiscito de 1933.

El pacto inicial del PNV con los tradicionalistas se rompió y el PNV apostó claramente por la forma republicana de Estado como mejor vía para la consecución de las reivindicaciones autonomistas. No obstante, el recelo de algunos vascos, como el socialista Indalecio Prieto, a lo que en el fondo significaba el PNV era evidente. Los lemas del Partido Nacionalista Vasco, como dejó claro en las Constituyentes su diputado José Antonio Aguirre, eran “Dios y ley vieja”. Por “ley vieja” entendía el derecho del País Vasco a ejercer la soberanía sobre sí mismo, incluyendo la posibilidad de firmar un concordato autónomo con la Santa Sede.

Indalecio Prieto, que era la voz cantante de los republicanos socialistas vascos, no estaba dispuesto a consentir lo que llamaba un “Gibraltar vaticanista”. El Estatuto de autonomía se demoró por estos y otros motivos hasta 1936, y se aprobó una vez declarada la guerra civil el primero de octubre. En Galicia, el Estatuto no se promovió eficazmente hasta 1936. A finales de junio se celebró un plebiscito que salió favorable a la autonomía, pero la guerra paralizó el proceso normal de aprobación del Estatuto gallego.» [Zamora Bonilla 2002: 365-366]

«No hay duda de que en la II República se halla el origen del actual Estado de las Autonomías. Y también parece claro que el catalizador fue la solución del «problema catalán», a la que los líderes republicanos se habían comprometido en el Pacto de San Sebastián. Y hay que reconocer que los líderes republicanos lo cumplieron, y ofrecieron y defendieron un Estatuto, frente a una derecha que lo utilizó para reagruparse después del 14 de abril de 1931. El nuevo Estado republicano significará un cambio radical en la evolución centralista y asimilista que había seguido España —salvo el breve paréntesis de la I República— desde el Decreto de Nueva Planta en 1715 con el primer Borbón. La República quiere resolver el problema catalán en un sentido liberal, al decir de Azaña, e inscribirlo en un proceso general de descentralización y reconocimiento político de las regiones históricas españolas.» [Carles Bonet]

La Segunda República transformó significativamente la política centralista tradicional en España desde el siglo XVIII y apostó por la descentralización. Carles Bonet sostiene que, pese a los problemas y vicisitudes de Cataluña y Euskadi, el sistema alumbrado por los republicanos era más liberal y práctico que el actual.

El debate sobre el Estatuto de CATALUÑA 

En El Pacto de San Sebastián se había previsto que la República concediera a Barcelona una amplia autonomía dentro de los cauces constitucionales, si bien, en ningún caso se había previsto la posibilidad de que Cataluña se declarase Estado independiente dentro de una federación.

El Estatuto y su discusión fueron para los diputados catalanes y para la República uno de los trances más comprometidos. El Estatuto de Cataluña se empieza a discutir el 6 de mayo de 1932.

La derecha utiliza el Estatuto como un agravio para el resto de España. En las Cortes la oposición se lanza en tromba. Unamuno y Ortega se revelan como dos serios oponentes, sobre todo en la cuestión cultural y lingüística. José Ortega y Gasset y Manuel Azaña protagonizarán un profundo debate sobre el sentido de España. Ortega y Azaña tienen dos ideas distintas de autonomía y, de ellas, dos ideas distintas de España.

La discusión parlamentaria acerca del Estatuto catalán comenzó el 6 de mayo de 1932. El debate giraba en torno a la conformación de un Estado unitario o de un Estado federal o autonomista, y los límites y naturaleza de la autonomía catalana. Un debate donde el concepto de soberanía se convirtió en el eje central. Según la Constitución, la soberanía correspondía a las Cortes y no a las regiones, si bien, al mismo tiempo, permitía un considerable margen de autogobierno y de desarrollo autonómico. Ortega se oponía a todo particularismo político, defendiendo nuevamente su idea de organización autonómica nacional.

La cautela de un Ortega desconfiado

Según Ortega, la gran reforma nacional debe partir de la base, es decir, de la vida provincial. La política nacional debe ser una política provincial, mas no provinciana, una política para las provincias y desde las provincias. Frente a la política madrileñista o centralista característica de la vieja política, la nueva política debe partir de las provincias. El madileñismo condujo al imperio del provincianismo, del ruralismo y del localismo. La política nacional madrileñista «se olvidó de las provincias y como España era una provincia, el resultado fue una política provinciana, localista, rural en el peor sentido de los vocablos». El español medio se encontraba en las provincias, por ello la política nacional debe ser una política provincial, si bien no provinciana.

Para Ortega la regeneración de España vendrá a través de la revitalización de las provincias que la Monarquía aplastó, ya que «la verdadera España, aquella de que depende el porvenir, es esa otra España enorme, latente, profunda, agarrada al terruño, que es la provincia». Ortega considera «como una de las desdichas más graves el que el regionalismo apareciera por vez primera teñido ya de lo que es más opuesto a él: de un arcaísmo nacionalista». Para Ortega el proyecto de Constitución está formulado de manera que parece patrocinar «una división en dos Españas diferentes: una compuesta de dos o tres regiones ariscas; otra, integrada por el resto, más dócil al poder central.» (Diario de Sesiones de las Cortes constituyentes, 4/09/1931).

Para Ortega, el proyecto de autonomía regional tenía como principal objetivo el aumento de la capitalidad –la región debía ser la responsable de sus propios problemas y no el poder central– y, así, acabar con el ruralismo y aldeanismo imperante en España.

El 13 de mayo de 1932 Ortega pronuncia su discurso sobre el proyecto de Estatuto de Cataluña, afirmando que, aunque se dice que hay que resolver el problema catalán de una vez para siempre, el problema catalán es un problema que no se puede resolver:

«Pues bien señores, yo sostengo que el problema catalán, como todos los parejos a él, que han existido y existen en otras naciones, es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, y al decir esto, conste que significo con ello no sólo que los demás españoles tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles. [...] Digo, pues, que el problema catalán no se puede resolver, que sólo se puede conllevar; que es un problema perpetuo, que ha sido siempre, antes de que existiese la unidad peninsular y seguirá siendo mientras España subsista; que es un problema perpetuo, y que a fuer de tal, repito, sólo se puede conllevar».

Para Ortega, el problema catalán es un caso de «nacionalismo particularista», caracterizado por ser «un sentimiento que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir aparte de los demás pueblos o colectividades. Mientras éstos anhelan lo contrario, a saber: adscribirse, integrarse, fundirse en una gran unidad histórica».

El optimismo de un Azaña confianzudo

Azaña asume como una realidad, no como una fatalidad, la existencia de sentimientos diferenciales, base del problema político, y considera que la uniformización sería un empobrecimiento de España: «Podríamos preferir que hubiese triunfado en España una política de asimilación, de unificación; podía ser que a alguien le parezca que esto hubiera valido más y que ahora todos los españoles hablasen el mismo idioma, con el mismo acento y tuviesen la misma creencia, los mismos amores, los mismos signos y el mismo modo de sentir la Patria; podría ser que esto a alguien le parezca mejor; a mí me hubiera parecido un empobrecimiento de la riqueza espiritual de España, pero el caso es que esto, parezca bueno o malo, no ha ocurrido».

Respecto a la unidad de España, Azaña rememora la historia y señala que, de hecho, esta unidad hasta ahora no se ha dado: «España constituyó su Estado, su gran Estado moderno; pero ¿cómo lo constituyó? ¿Por voluntad consagrada de los pueblos peninsulares? No. ¿Por la fuerza de las armas y de la conquista? Tampoco. Por uniones personales; agrupándose Estados peninsulares, en los cuales lo único común era la Corona, pero sin que existiese entre ellos comunicación orgánica. Tan no existía, que la Monarquía entonces ni siquiera se llamaba española, sino católica. Unos Estados españoles que fueron sistemáticamente menoscabados por el absolutismo real y que el último Estado peninsular procedente de la antigua Monarquía católica que sucumbió al peso de la Corona despótica y absolutista, fue Cataluña; y el defensor de las libertades catalanas pudo decir, con razón, que él era el último defensor de las libertades españolas».

Insiste Azaña en que la República es el único régimen que puede resolver la cuestión: «La Corona jamás vio bien a los regionalistas, aunque fueran reaccionarios; había un enlace profundo entre el prestigio de la Corona y la oposición irreductible a transigir con el sentimiento autonomista, y este enlace profundo se identificaba con la fidelidad a la Corona, con la unidad absolutista y centralista de España, y estos dos sentimientos querían identificarlos con el patriotismo español. Perseguimos con esta política satisfacer viejas querencias y apetencias españolas que habían sido desterradas del acervo del sentimiento político español por la Monarquía absorbente y unitaria, y que son españolísimas, más españolas que la dinastía y que la Monarquía misma».

Y es la República la que fundará la unidad española: «La unión de los españoles bajo un Estado común, que es lo que nosotros tenemos que fundar, mantener y defender, no tiene nada que ver con lo que se ha llamado unidad histórica española bajo la Monarquía... la unidad española, la unión de los españoles bajo un Estado común, la vamos a hacer nosotros y probablemente por primera vez; pero los Reyes Católicos no han hecho la unidad española... Y cuando se habla de la dispersión de las partes españolas, comparándola con el esplendor de la política española y de la Monarquía católica de tiempos pasados... Pues no hay en el Estatuto de Cataluña tanto como tenían de fuero las regiones españolas sometidas a aquella Monarquía. En tanto la autonomía es parte fundamental del Estado, no se puede entender la autonomía... si no nos libramos de una preocupación: que las regiones autónomas —no digo Cataluña—, las regiones, después que tengan la autonomía, no son el extranjero; son España, tan España como lo son hoy; quizá más, porque estarán más contentas... la Generalidad es una parte del Estado español, no es un organismo rival, ni defensivo ni agresivo, sino una parte integrante de la organización del Estado de la República española. Y mientras esto no se comprenda así, señores diputados, no entenderá nadie lo que es la autonomía». (Diario de Sesiones de las Cortes constituyentes, 27-V-193256).

Los debates continuarán más o menos crispados hasta que el 8 de septiembre de 1932 y aprovechando el impacto psicológico del conato golpista conocido como la Sanjurjada (protagonizada por el general José Sanjurjo el 10 de agosto de 1932), las Cortes votan el Estatuto de Autonomía para Cataluña por 314 votos a favor y 24 en contra. Ortega no asiste a la sesión. Cataluña fue la primera comunidad en disfrutar de hecho de esta nueva vía descentralizadora, muy por delante del País Vasco.

Tras el Golpe de Estado fallido del mes anterior, la mayoría de los diputados coincidían en que enzarzarse en luchas intestinas por cuestiones menores pone en peligro la estabilidad de la República. Desde la aprobación del Estatuto en referéndum, los partidos habían polemizado largamente sobre la cuestión catalana, su papel dentro del Estado y la organización territorial de la naciente República, y las discusiones se hallaban en punto muerto tras más de un año de reuniones, plenos y ruido mediático. Sin embargo, el Golpe de Estado de Sanjurjo hizo consciente a la clase política de que existían cierto número de personas bien situadas decididas a acabar con el sistema y a instaurar una dictadura o restaurar la monarquía.

Quedaba así diseñada la estructuración territorial del Estado, bajo una fórmula autonómica (Estado integral) con posibilidad de autogobierno para las regiones solicitantes. El País Vasco y Navarra, Galicia, Andalucía, País Valenciano, Aragón y, en suma, todas las otras regiones, van también iniciando, con diferente intensidad, sus estatutos de autonomía. Pero sólo el Estatuto Vasco (del que finalmente se descolgó Navarra) será plebiscitado y refrendado por las Cortes, aunque ya en una precaria República en guerra, y aun sólo podrá regir en una parte de su territorio. En el caso gallego, aunque fue plebiscitado, la ocupación de toda Galicia por los rebeldes provocará que las Cortes republicanas lo acojan sólo como «Estado parlamentario» en 1938.

LA CUESTIÓN RELIGIOSA en la Segunda República

Aprobada la Constitución, el 9 de diciembre de 1931, se puso en marcha la legislación posterior que se anunciaba en el artículo 26 y en otros artículos de la misma. El 16 de enero de 1932, los maestros nacionales recibieron una circular del director general de Primera Enseñanza que les obligaba a retirar de las escuelas todo signo religioso y, en aplicación del artículo 48 de la Constitución fueron suprimidos los crucifijos. El 24 del mismo mes fue disuelta la Compañía de Jesús, ya que el artículo 26 de la Constitución había declarado la supresión de las órdenes religiosas que, además de los tres votos canónicos, impusieran a sus miembros otro especial de obediencia a una autoridad distinta de la legítima del Estado. El 2 de febrero fue aprobada la ley del divorcio y el día 6 quedaron secularizados todos los cementerios. Desde el 11 de marzo de 1932 quedó suprimida la enseñanza religiosa en todas las escuelas.

La cuestión religiosa fue, junto con la reforma agraria y la autonomía de las regiones, una de las razones que explican las turbulencias de la Segunda República. No facilitó las cosas la forma que tuvo el gobierno republicano de afrontar la cuestión. Gran parte del fracaso de la Segunda República se debió a la insatisfactoria solución que se dio al problema de la relación Iglesia y Estado. La cuestión religiosa fue la que más polarizó los debates parlamentarios.

«Es presumible que la principal causa de ese protagonismo de lo religioso consistiera en que, para muchos personajes de la vida política, la Segunda República estaba indisolublemente ligada a una renovación de la tradicional actitud del Estado español en relación con el factor religioso. Se veía en la República una ocasión insustituible para cambiar el rumbo de la política religiosa en España, hasta entonces anclada en una secular confesionalidad católica, lo cual se había traducido en varias formas de estrecha colaboración entre la monarquía y la Iglesia -no exenta de momentos de fricción-, que incluían una decidida tutela estatal de la fe católica frente a otras alternativas religiosas o ideológicas, y una cierta intervención estatal en asuntos eclesiásticos (especialmente a través del derecho de presentación consignado en el Concordato de 1851). Ese modo de entender el desarrollo institucional de la Segunda República, a su vez, recibió diversas interpretaciones.

Se pretendía, contra todo realismo, suplantar la religiosidad católica arraigada en gran parte del pueblo español por un agnosticismo o por un ateísmo -unas veces menos ilustrados que otras- que habían de ser impulsados, o incluso impuestos, desde el poder. Era ésta una actitud vindicativa que buscaba, sin paliativos, y como un fin en sí mismo, acabar con la influencia social de la Iglesia católica en España. Con frecuencia, tal actitud era alimentada por la suposición de que había una estrecha asociación entre las fuerzas monárquicas y el establishment eclesiástico: cortadas las alas de éste, se aseguraba que la monarquía no pudiera resurgir de entre sus cenizas. La consecuencia natural de esa visión -simplificada e inexacta- de la realidad era propugnar una hostilidad abierta e intransigente contra todo lo que supusiera presencia social de instituciones eclesiásticas.

En otros casos, las actitudes proclives a modificar el régimen de las relaciones Iglesia-Estado eran más moderadas, y provenían, no sólo de ciertos sectores de inspiración intelectual agnóstica, sino también de personas de declarada procedencia católica. Su intención partía de una base mucho más realista, que no ignoraba el peso social de la Iglesia católica, ni perseguía un enfrentamiento violento con ella. Se trataba, más bien, de "liberar al Estado del yugo eclesiástico", de modernizar nuestra estructura política, de contrarrestar la influencia eclesiástica que -para muchas personas- tantas veces había constituido un elemento de intolerancia y un freno al progreso de la ciencia y de las ideas en España. Esta actitud se materializaba en proponer una separación entre Estado e Iglesia bastante similar, en sus perfiles jurídicos, al modelo francés; algo que hoy resultaría aceptable en términos generales, pero que entonces -conviene no olvidarlo- era anatemizado por la jerarquía eclesiástica.» [Javier Martínez-Torrón]

La jerarquía eclesiástica recomendó con prudencia respetar el orden constituido y la nueva legalidad republicana, pero estaba dispuesta a preservar los derechos de la Iglesia. En un principio, ni la Santa Sede ni el episcopado se opusieron abiertamente a la República. Las tensiones surgieron ante la poca decisión que manifestaba el gobierno republicano a la hora de reprimir los desórdenes provocados por los ataques a las instituciones eclesiásticas y después de los agrios debates en las Cortes Constituyentes. Un sector minoritario de la jerarquía eclesiástica reaccionó duramente contra el extremismo anticatólico, pero la jerarquía de la Iglesia no respondió unánimemente de forma beligerante. La reacción mayoritaria fue moderada.

«Por su parte, las posiciones eclesiásticas decididas a mantener a ultranza la confesionalidad del Estado no pueden extrañar en una jerarquía habituada a una estrecha y privilegiada cooperación con los poderes públicos, y en una Iglesia católica que aún no había dado el salto doctrinal que supuso el Concilio Vaticano II, el cual, para lo que aquí interesa, recuperó la sensibilidad hacia la necesaria independencia de la Iglesia respecto al Estado, e introdujo en el ámbito católico la noción de libertad religiosa y libertad de las conciencias. En ese contexto es explicable que, en algunos eclesiásticos, pesara mucho la visión idílica de un ancien régime como brazo secular de los intereses de la Iglesia. De hecho, la defensa de la fe católica como signo de identidad nacional estaba entonces muy presente en el episcopado español, y afloraría más tarde con renovada fuerza al término de la guerra civil en 1939. Simultáneamente, la violencia antirreligiosa permitida -y a veces instigada- en determinados momentos contra bienes y personas serviría de argumento ad hominem para reafirmar a los eclesiásticos más radicales en sus convicciones antirrepublicanas.» [Javier Martínez-Torrón]

Los primeros meses de vida de la Segunda República se caracterizan por la tensión entre las posiciones radicales y las posiciones moderadas. Sin embargo, en la redacción final de la Constitución triunfaron las actitudes radicales de signo anticatólico, pese a que no parecían muy representativas de las fuerzas sociales mayoritarias.

La Constitución de la Segunda República fue promulgada el 9 de diciembre de 1931. Antes, el 14 de octubre, el presidente del Gobierno, Alcalá Zamora, había presentado su dimisión por no estar de acuerdo con el texto final sobre la cuestión religiosa. Manuel Azaña asumió la presidencia del Gobierno y comenzó a aplicar de inmediato la prohibición constitucional de ayuda económica del Estado a la Iglesia, mediante una serie de medidas destinadas a la progresiva eliminación del presupuesto estatal de culto y clero.

Durante el bienio reformador o de izquierdas, el gobierno de Azaña puso en marcha una política religiosa poco prudente y poco sensible a los sentimientos de los católicos. El 24 de enero de 1932 se publicaba el decreto de disolución de la Compañía de Jesús, y comenzaba el éxodo de los jesuitas y la nacionalización de sus bienes. Días antes, el Consejo de Ministros había suspendido por tiempo indefinido el diario El Debate, el principal órgano de prensa del catolicismo en España. Una serie de medidas relativas a las festividades religiosas y la secularización de cementerios, aunque en abstracto pudieran resultar coherentes con la política de un Estado separatista, tuvieron un efecto provocador en los ambientes católicos.

«Uno de los miembros del gobierno provisional de la República, Lerroux, perteneciente al Partido Radical, escribía años más tarde: "La Iglesia no había recibido con hostilidad a la República. Su influencia en un país tradicionalmente católico era evidente. Provocarla a luchar apenas nacido el nuevo régimen era impolítico e injusto; por consiguiente, insensato; y lo hubiera sido en cualquier momento". Y añade a continuación que la guerra civil "espiritualmente quedó encendida en las hogueras del 10 de mayo" [se refiere al 10 de mayo de 1931, menos de un mes después de proclamarse la Segunda República] (La pequeña historia, Buenos Aires, 1945, p. 109).» [Javier Martínez-Torrón]

Fernando de los Ríos pasó a ocupar la cartera de Instrucción Pública y comenzó a aplicar rigurosamente el ordenamiento constitucional sobre la laicidad de la enseñanza. La carencia de medios personales y materiales, no aconsejaba sustituir de inmediato la enseñanza confesional católica.

A pesar del desgaste y desprestigio sufrido por el Gobierno por el fracaso de la reforma agraria, el gobierno de Azaña aprobó en sus últimos meses la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas, del 2 de junio de 1933, en ejecución de los artículos 26 y 27 de la Constitución. Era la disposición legislativa más polémica de este primer bienio de gobierno republicano: limitaba el ejercicio del culto católico y lo sometía en la práctica  al control de las autoridades civiles.

Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas de 1933

Aprobada por el Palacio de las Cortes el 17 de mayo de 1933 y publicada el 2 de junio de 1933.

Art. 1.º

La presente ley de Confesiones y Congregaciones religiosas, dictada en ejecución de los artículos 26 y 27 de la Constitución de la República española, será el régimen de esta materia en todo el territorio español, y a ella se ajustará estrictamente toda regulación ulterior de la misma por decreto o reglamento.

Art. 2.º

De acuerdo con la Constitución, la libertad de conciencia, la práctica y la abstención de actividades religiosas quedan garantizadas en España. Ningún privilegio ni restricción de los derechos podrá fundarse en la condición ni en las creencias religiosas, salvo lo dispuesto en los artículos 70 y 87 de la Constitución.

Art. 3.º

El Estado no tiene religión oficial. Todas las Confesiones podrán ejercer libremente el culto dentro de sus templos. Para ejercerlo fuera de los mismos se requerirá autorización especial gubernativa en cada caso. Las reuniones y manifestaciones religiosas no podrán tener carácter político, cualquiera que sea el lugar donde se celebren. Los letreros, señales, anuncios o emblemas de los edificios destinados al culto estarán sometidos a las normas generales de policía.

Art. 4.º

El Estado concederá a los individuos pertenecientes a los Institutos armados, siempre que ello no perjudique al servicio, a juicio del Gobierno, los permisos necesarios para cumplir sus deberes religiosos. También podrá autorizar en sus diversas dependencias, a petición de los interesados, y cuando la ocasión lo justifique, la prestación de servicios religiosos.

Art. 5.º

Todas las Confesiones religiosas tendrán los derechos y obligaciones que se establece en este título.

Art. 6.º

El Estado reconoce a todos los miembros y entidades que jerárquicamente integran las Confesiones religiosas personalidad y competencia propias en su régimen interno, de acuerdo con la presente ley ulterior de la misma por decreto o reglamento.

Art. 7.º

Las Confesiones religiosas nombrarán libremente a todos los ministros, administradores y titulares de cargos y funciones eclesiásticas, que habrán de ser españoles. No obstante lo dispuesto en el párrafo anterior, el Estado se reserva el derecho de no reconocer en su función a los nombrados en virtud de lo establecido anteriormente cuando el nombramiento recaiga en persona que pueda ser peligrosa para el orden o la seguridad del Estado.

Art. 8.º

Las Confesiones religiosas ordenarán libremente su régimen interior y aplicarán sus normas propias a los elementos que las integran sin otra trascendencia jurídica que la compatible con las leyes y sin perjuicio de la soberanía del Estado.

Art. 9.º

Toda alteración de las demarcaciones territoriales de la Iglesia Católica habrá de ponerse en conocimiento del Gobierno antes de su efectividad.

Art. 10.

El Estado, las regiones, las provincias y los Municipios no podrán mantener, favorecer ni auxiliar económicamente a las iglesias, Asociaciones o instituciones religiosas, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 26 de la Constitución.

Con esta ley el Gobierno republicano pretendía limitar la influencia social de la Iglesia católica, sometiéndola para ello a un fuerte control gubernativo, que otorgaba un amplio margen de discrecionalidad a las autoridades civiles. No era este el mejor modo de garantizar el pluralismo religioso en España, pues, aun diseñada ad hoc para la Iglesia católica, la norma debería aplicarse a todas las confesiones religiosas.

El culto religioso podía ejercerse libremente solo dentro de los templos; en otro caso, era necesaria una autorización gubernativa especial. A las entidades religiosas se les prohibía efectuar reuniones o actividades de carácter político.

La ley reiteraba la disposición constitucional que prohibía toda ayuda económica de instituciones públicas a las instituciones religiosas, y el sometimiento de estas a la legislación tributaria común, con importantes limitaciones a la adquisición y posesión de bienes. La Iglesia católica y sus instituciones solo podían conservar aquellos bienes necesarios para el servicio religioso. Los artículos 11 a 18 de la Ley enumeraban diversas medidas encaminadas a la protección del tesoro artístico español perteneciente a la Iglesia católica.

«Los aspectos de la Ley de 1933 que he señalado son suficientemente elocuentes respecto a la dirección de la política religiosa del gobierno de Azaña. Poco después, la coalición de las derechas republicanas encabezada por Gil Robles triunfaba en las elecciones de noviembre de 1933. Se iniciaba el llamado "bienio de derechas", que determinó una diferente actitud del gobierno hacia la Iglesia católica, y una más mitigada aplicación de la legislación vigente, pero en el que no se produjeron modificaciones legales de importancia. Ni siquiera se llegó -a pesar de que las circunstancias parecían propicias- a un convenio con la Santa Sede, bien fuera en forma de concordato o de un simple modus vivendi. Los intentos al respecto, alentados por el cardenal Vidal i Barraquer, tropezaron con diversos obstáculos. Entre ellos, la negativa del Pontífice a ningún acuerdo con el Estado de la Segunda República que no fuera precedido de una modificación de la "inicua" Constitución. Y también lo poco operativo de un gobierno que, no obstante sus divergencias con el gabinete precedente, coincidía con él en aunar agitación y esterilidad.» [Javier Martínez-Torrón]

«Los defectos de la Iglesia española, y en particular la incultura de la masa que bajo su manto se cobija, se deben no a ser católica, sino a ser española, es decir, a que la Iglesia católica ha acompañado al resto de España en su decadencia e incultura.» [Salvador de Madariaga: Anarquía o jerarquía. Madrid, 1935, p. 218]

La Ley de Orden Público de 1933

El 28 de julio de 1933 las Cortes aprobaban la Ley de Orden Público que sustituyó a la Ley de Defensa de la República, norma de excepción que había regulado el orden público durante el primer bienio republicano (1931-1933).

La nueva Ley de Orden Público facultaba al gobierno para establecer tres estados de excepción por Decreto, sin necesidad de que las Cortes suspendieran previamente las garantías constitucionales.

En los estados de prevención y de alarma los presuntos delitos contra el orden público no eran juzgados por los tribunales ordinarios sino por unos “tribunales de urgencia” creados por la ley e integrados por magistrados de la correspondiente Audiencia Nacional, y en los que los sumarios y causas se tramitarían perentoriamente, y en el estado de guerra por consejos de guerra integrados únicamente por militares.

Las sanciones impuestas por los “tribunales de urgencia” podían ser recurridas ante el Tribunal de Garantías Constitucionales, pero se presentaron muy pocos recursos, lo que sería una prueba de su ineficacia.

Los acontecimientos posteriores demostraron lo acertadas que eran las críticas y que en realidad esta Ley completaba las bases de un Estado autoritario. Otra paradoja de la Historia ha sido que los autores de la misma -principalmente los socialistas- serían sus primeras víctimas.

El gobierno republicano-socialista de Manuel Azaña que la hizo aprobar por las Cortes no tuvo prácticamente tiempo para aplicarla pues cayó tres meses después. En cambio los gobiernos radical-cedistas del segundo bienio recurrieron de forma sistemática a la Ley de Orden Público, por lo que “el estado de excepción pasará a ser la regla, siendo verdaderamente excepcionales los períodos en que rige la normalidad constitucional”.

Desde la aprobación de la ley en julio de 1933 hasta el inicio de la guerra civil española en julio de 1936 las garantías de los derechos y libertades individuales y colectivas reconocidos en la Constitución de 1931 estuvieron suspendidas durante prácticamente todo ese tiempo.

Los sucesos de Casas Viejas - 10 y 12 de enero de 1933

La extrema izquierda, en especial los grupos anarquistas, realizaron tres oleadas revolucionarias que aprovecharon la radicalización del campesino, decepcionado ante la lentitud y escasa dimensión de la reforma agraria. En enero de 1932, el escenario fue Cataluña; en febrero de 1933, Andalucía y Cataluña y, a finales de ese año, en el valle del Ebro.

Las revueltas anarquistas trataban de instaurar el comunismo libertario, realizar la colectivización de las propiedades, en especial las tierras de cultivo, e implantar un nuevo modelo de sociedad. Sus movilizaciones revolucionarias se producían a un nivel local o comarcal, sin ninguna vinculación o sincronización con otras unidades, lo que favorecía su represión por las fuerzas de orden público.

La actuación de las fuerzas del orden, en ocasiones dirigidas por mandos antirrepublicanos, generó más problemas que las propias sublevaciones ácratas. El caso más trascendente se produjo en la aldea gaditana de Casas Viejas en enero de 1933.

El miércoles 11 de enero de 1933, los habitantes de Casas Viejas (Cádiz) decidieron que había llegado el momento de terminar con tanta injusticia y explotación como sufrían. Proclamaron el comunismo libertario y, durante un breve periodo de tiempo, dominaron el pueblo. Unas horas después las fuerzas de orden público volvieron a restablecer el control del Estado en la localidad y asaltaron el local del sindicato anarquista Confederación Nacional del Trabajo (CNT).

Los sucesos de Casas Viejas es el nombre con el que han pasado a la historia los episodios que tuvieron lugar entre el 10 y el 12 de enero de 1933 en la pequeña localidad de Casas Viejas, en la provincia de Cádiz, y que constituyen uno de los hechos más trágicos de la Segunda República Española. Abrió una enorme crisis política en el primer bienio de la República y fue el inicio de la pérdida de apoyos políticos y sociales que conduciría meses después a la caída del gobierno republicano-socialista de Manuel Azaña.

En la provincia de Cádiz se produjeron disturbios protagonizados por comités anarquistas locales. El 10 de enero de 1933, el gobierno envió a la zona una compañía de guardias de asalto. Cuando el día 11 llegaron a Jerez de la Frontera, constataron que la línea telefónica había sido cortada en Casas Viejas, población de unos 2000 habitantes cercana a Medina Sidonia, actualmente parte del municipio de Benalup-Casas Viejas.

En la noche del 10 de enero y en la madrugada del 11, un grupo de campesinos afiliados al sindicato anarquista Confederación Nacional del Trabajo (CNT) habían iniciado una insurrección en Casas Viejas. Armados con escopetas y pistolas, rodearon el cuartel de la Guardia Civil. Se produjo un intercambio de disparos y el sargento y un guardia resultaron gravemente heridos. El sargento moriría al día siguiente y el guardia días después.

El 11 de enero, un grupo de doce guardias civiles llegaron a Casas Viejas, liberaron a los compañeros y ocuparon el pueblo. Temiendo las represalias, muchos vecinos huyeron y otros se encerraron en sus casas. Tres horas después llegó un nuevo grupo de fuerzas de orden público.

Comenzaron a detener a los presuntos responsables de ataque al cuartel de la Guardia Civil. Nueve personas se refugiaron en la choza de Francisco Cruz Gutiérrez, «Seisdedos». Cuando los guardias quisieron detenerlas, temiendo los maltratos que les aguardaban, se negaron a entregarse. Comenzó un asedio que se prolongó durante horas y finalizó con el incendio de la choza y la muerte de sus ocupantes, salvo dos: el niño Manuel García Franca y la joven, María Silva Cruz, «La Libertaria».

Al amanecer del día 12, considerando que el castigo no había sido suficiente, se realizó una redada por el pueblo. Doce hombres fueron trasladados hasta los restos humeantes de la choza y, allí, los asesinaron. El gobierno republicano-socialista quiso ocultar lo ocurrido. Su presidente, Manuel Azaña, llegó a afirmar que sólo había ocurrido lo que tenía que ocurrir. La prensa anarcosindicalista terminó por sacar a la luz el crimen. La sociedad española quedó conmocionada y se produjeron reacciones de todo tipo. Los asesinatos no solo fueron utilizados políticamente por la oposición de derechas, sino que señalaron un antes y un después de la Segunda República.

Los sucesos de Casas Viejas se convirtieron en un grave problema político para el gobierno republicano-socialista de Manuel Azaña, que tuvo que aguantar el acoso tanto desde la izquierda como desde la derecha, que en las Cortes presentaron diversas interpelaciones. El Gobierno eludió responsabilidades. Manuel Azaña dijo el 2 de febrero en su intervención ante la Cámara: «Nosotros, este Gobierno, cualquier Gobierno, ¿hemos sembrado en España el anarquismo? ¿Hemos fundado nosotros la FAI? ¿Hemos amparado de alguna manera los manejos de los agitadores que van sembrando por los pueblos este lema del comunismo libertario?»

Comisión de investigación de las Cortes elaboró un informe en el que reconoce la existencia de los fusilamientos pero exculpa al Gobierno. El Gabinete superó la investigación parlamentaria y dos mociones de confianza en las Cortes, lo que no impidió que se viera salpicado por un escándalo que le sería enormemente perjudicial. La CNT lanzó una campaña contra la «política dictatorial y los políticos facciosos».

ELECCIONES GENERALES del 19 de noviembre de 1933

La crisis económica, la línea radical propiciada por el sindicato anarquista Confederación Nacional del Trabajo (CNT) y la frontal oposición de la patronal a las reformas republicanas provocaron fuertes tensiones sociales. Los enfrentamientos entre huelguistas y la Guardia Civil fueron frecuentes y a menudo violentos (Castilblanco, Arnedo, Baix Llobregat).

En los debates en las Cortes, las fuerzas de la derecha se cerraron en banda contra el Estatuto de Cataluña y la Ley de Reforma Agraria. El general Sanjurjo intentó un golpe de estado militar en Sevilla agosto de 1932, aunque la llamada "Sanjurjada" fracasó por estar mal preparada y no gozar del apoyo general en el ejército.

El intento del golpe de Estado del general Sanjurjo, aceleró la actividad reformista del gobierno republicano con la aprobación de la Ley de Reforma Agraria y del Estatuto de Autonomía de Cataluña. La Esquerra Republicana de Catalunya, liderada por Francesc Maciá, triunfó en las primeras elecciones autonómicas en Cataluña.

Pero el gobierno republicano-socialista daba muestras de claro desgaste. La revuelta anarquista en Casas Viejas, donde la Guardia de Asalto sitió y mató a un grupo de campesinos anarquistas, desprestigió enormemente la política del gobierno republicano.

Antes esta situación, el gobierno convocó nuevas elecciones en noviembre de 1933. La derecha, hasta ahora dispersa, se reorganiza. Se presentaron a las elecciones tres nuevos grupos derechistas: La Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), liderada por Gil Robles, grupo mayoritario auspiciado por la Iglesia Católica; Renovación Española, dirigida por Calvo Sotelo, en la que se agruparon los monárquicos; Falange Española, la versión española del fascismo, dirigida por José Antonio Primo de Rivera, hijo del general Miguel Primo de Rivera.

Mientras la derecha se presenta bien organizada, la izquierda no puede presentar un bloque compacto por estar fragmentada en múltiples grupos. Decisiva fue también la abstención de los anarquistas. Las elecciones dieron la victoria a los grupos conservadores: Partido Republicano Radical y la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA).

crisis de la coalición republicano-socialista y fin del bienio reformador

En el año 1933 se le complicó todo al gobierno reformista de Manuel Azaña. La insurrección anarquista de enero de 1933 desembocó en la matanza de Casas Viejas. La sangrienta represión de la insurrección minó la credibilidad del gobierno republicano-socialista. Con la crisis económica y el paro vino la ofensiva de las organizaciones patronales contra el sistema de los jurados mixtos, la irrupción del catolicismo como movimiento político de masas con la fundación de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) y el acoso del Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux.

La oposición del Partido Republicano Radical a la continuidad en el gobierno de los socialistas, una vez aprobada la Constitución de 1931, radicaba fundamentalmente en que una parte importante de su base social la constituían las clases medias urbanas y rurales, comerciantes, tenderos y pequeños empresarios que rechazaban las reformas socio-laborales aprobadas por el socialista Francisco Largo Caballero.

El líder del Partido Radical, Alejandro Lerroux, se convirtió en portavoz de los que abominaban de los socialistas y presionó a Niceto Alcalá Zamora para que le retirara su apoyo al gobierno de Azaña. En la primavera y verano de 1933, en pleno auge de la crisis económica y el recrudecimiento de las huelgas organizadas por la anarquista Confederación Nacional del Trabajo (CNT), el “¡fuera los socialistas!” se convirtió en el grito unánime de empresarios y patronos.

A la ruptura de la coalición de los republicanos de izquierda y los socialistas colaboró el debate interno dentro del socialismo español sobre la conveniencia de seguir formando parte del gobierno. Las bases socialistas rurales estaban descontentas por el poco alcance y el lento ritmo que el gobierno imprimía a la reforma agraria, lo que ya había provocado sangrientos enfrentamientos entre los jornaleros y la Guardia Civil, que defendía un gobierno del que formaban parte tres ministros socialistas.

En las ciudades la crisis económica se hacía sentir, aumentaba el paro y las patronales radicalizaban su oposición a la normativa sociolaboral del gobierno reformista. Esto fue distanciando a las bases socialistas del gobierno. Los dirigentes del sindicato socialista Unión General de Trabajadores (UGT) estaban preocupados ante el rápido crecimiento del sindicato anarquista Confederación Nacional del Trabajo (CNT), cuyo rápido crecimiento se debía al hecho de que los anarquistas no se habían comprometido colaborando con un gobierno burgués. Los sucesos de Casas Viejas, que desprestigiaron al gobierno de Azaña, terminaron de hacer prevalecer entre los socialistas la idea de que había llegado el momento de abandonar la alianza con la burguesía republicana.

La primera crisis del gobierno reformista de Manuel Azaña llegó con la ofensiva de la recién creada Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) contra la Ley de Confesiones y Congregaciones religiosas. Alcalá Zamora y sus escrúpulos de conciencia como católico le indujeron a demorar hasta el último día el plazo hábil para sancionar la Ley de Confesiones y Congregaciones religiosas, aprobada por las Cortes el 17 de mayo de 1933 pero no promulgada hasta el 2 de junio del mismo año. Al día siguiente Alcalá Zamora le retiró su confianza al gobierno de Manuel Azaña y éste tuvo que dimitir. El presidente de la República estaba convencido de que la opinión pública se estaba inclinando hacia la derecha.

Sin embargo, Alcalá Zamora no tuvo más remedio que volver a nombrar a Manuel Azaña porque no encontró ningún otro candidato que pudiera obtener el respaldo de la mayoría de los diputados. Así, el 13 de junio de 1933 se formó el tercer gobierno de Azaña, con una composición muy similar al segundo (los socialistas mantuvieron a sus tres ministros) aunque amplió su respaldo parlamentario al incluir un ministro del Partido Republicano Democrático Federal, José Franchy Roca, nuevo ministro de Industria y Comercio, y a Lluís Companys, de la Esquerra Republicana de Cataluña, como ministro de Marina.

La nueva oportunidad para destituir a Azaña se le presentó a Alcalá-Zamora a principios de septiembre de 1933. Se habían celebrado el día 3 las elecciones de los quince miembros del Tribunal de Garantías Constitucionales que le correspondía elegir a los ayuntamientos, y durante las mismas los partidos de oposición, CEDA y Partido Republicano Radical se movilizaron y consiguieron la CEDA seis puestos y el Partido Republicano Radical cuatro, mientras que los republicano-socialistas solo obtuvieron cinco. Azaña buscó el voto de confianza de las Cortes y lo obtuvo, pero al día siguiente, 7 de septiembre, el presidente le retiró la suya por segunda vez y Azaña tuvo que dimitir.

El presidente Alcalá Zamora encargó la formación de un nuevo gobierno al lídel del Partido Radical, Alejandro Lerroux, pero su gobierno de concentración republicana solo duró tres semanas al no otorgarle la confianza los republicanos de izquierda, los socialistas y los radical-socialistas "independientes" de Marcelino Domingo. Los socialistas declararon que habían quedado rotos todos los compromisos contraídos entre los republicanos y los socialistas. 

En consecuencia, el Presidente de la República nombró nuevo presidente al también radical Diego Martínez Barrio cuya única misión sería organizar nuevas elecciones para el 19 de noviembre de 1933, la primera vuelta y para el 3 de diciembre la segunda. Sería la primera vez en la historia de España, y una de las primeras en la de Europa, en que votarían los seis millones de mujeres censadas.

El 19 de noviembre de 1833 se celebraron las elecciones generales que dan la victoria a la conservadora Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), liderada por José María Gil-Robles, gracias al voto masivo de las mujeres, de los agrarios y de los sectores de la clase media urbana apolíticos pero católicos. Otro factor que contribuyó al triunfo de la derecha fue abstención de los anarquistas.

En segunda posición quedaba el Partido Radical de Alejandro Lerroux, principal beneficiado de la ruptura de la Conjunción Republicano-Socialista. Fueron las primeras elecciones en la Historia de España en las que pudieron votar las mujeres.

El Gobierno republicano creía con la Ley en la mano podía arreglarlo todo. Así declaró la guerra a la Iglesia y a todo el que se opusiese a la República. Los ataques a la Iglesia desataron una ola de anticlericalismo que apartó para siempre a media España de la causa republicana. La Constitución tenía un talante revanchista y la Ley para la Defensa de la República castigaba severamente a los que osasen disentir con un régimen que presumía de liberal y liberador. Ambos extremos del espectro político se fueron radicalizando, especialmente la extrema izquierda.

A partir de 1933 los socialistas, soportes de la legalidad republicana, apostaron por la revolución en mítines, artículos y editoriales de prensa incendiarios. Con revolución de 1934 el PSOE patrocinó un golpe de estado contra el Gobierno centro-derechista que fracasó estrepitosamente, pero que supo utilizar después como arma propagandística.

«La destrucción de la democracia republicana fue un proceso largo y progresivo, que se aceleró en los últimos meses del régimen. No empezó con las tres insurrecciones revolucionarias anarquistas en 1932-33, porque éstas recibieron un apoyo solamente de los comunistas y nunca representaron una amenaza a la estabilidad. El primer paso fue el rechazo unánime de parte de las izquierdas de los resultados de las elecciones a Cortes de noviembre de 1933, las primeras elecciones completamente libres y democráticas en la historia de España hasta noviembre de 1977. No alegaron que las elecciones no habían sido libres y justas, sino que rechazaron terminantemente la victoria parcial de las derechas (la CEDA), insistiendo en nuevas elecciones en unas condiciones en las que pudieran ganar. Aunque estas demandas fueron denegadas por Alcalá-Zamora, no constituyeron más que el primer paso. Seis meses más tarde, se especulaba con otro intento de «pronunciamiento pacífico» de las izquierdas, aprovechándose de una huelga general y el poder de la Esquerra en la Generalitat, pero no pudo ser llevado a cabo.» [Stanley G. Payne, en La Razón – 12 de abril de 2011]

«Azaña tocaba el cielo de su carrera política en setiembre de 1932. El intelectual madrileño aparecía entonces como el jefe de un gobierno que construía escuelas, sujetaba a los militares tras el estrepitoso fracaso del pronunciamiento militar de Sanjurjo y cosía Cataluña, con su flamante Generalitat, a la República. Pero la esperanza de la primavera del 31 llevaba, sobre todo, el nombre de reforma agraria, el grave problema de España sobre el que venían reflexionando desde hacía dos siglos políticos e intelectuales. Extensos latifundios en Andalucía y Extremadura, campesinos hambrientos, patronos ausentes y arrendatarios explotados dibujaban el horizonte sombrío del agro español y ofrecían a los gobernantes materia urgente de legislación. Ahí también actuó con diligencia Manuel Azaña, pero su proyecto de reparto de tierras chocó con los obstáculos tendidos por los latifundistas y los partidos de derechas y de centro. La efímera aventura, encallada en las discusiones del Congreso, no pudo dar respuesta a los miles de campesinos que, desengañados de la República, rotos bajo el pródigo sol de España, entre surcos y semillas, se dejaban cautivar por el creo anarquista y caían tiroteados al intentar ocupar por la fuerza las tierras prometidas. La coalición socialista-republicana comenzaría a morir en la oscura y pobre aldea de Casas Viejas, donde guardias civiles y de asalto aplastaron en enero de 1933 un levantamiento de jornaleros anarquistas cercados por el hambre y la desesperación.

Después de los sangrientos sucesos de Casas Viejas, la bella utopía de Azaña, construir y regir una nación en la que la idea de comunidad superase en todos los españoles la lucha de clases, se deshinchaba. Mientras Primo de Rivera había gobernado sin reformar, los intelectuales y políticos republicanos pretendían innovar, pero gobernaban dificultosamente, desbordados por la exigencia revolucionaria de buena parte del proletariado y acosados por las ideologías fascistas que llamaban a la puerta de las clases medias. La quema de decenas de conventos e iglesias, que ardían en la pira del anticlericalismo más rancio, y los desórdenes públicos, reprimidos por las fuerzas de seguridad, hirieron gravemente la imagen del gobierno de Azaña. Olvidada la euforia primera de la República, a los socialistas, de día en día, les resultó más incómodo apoyar una política liberal, tan alejada de su ideario marxista y, sobre todo, respaldar con su participación en el gobierno el endurecimiento de la legislación represiva que intentaba frenar las revueltas de los campesinos.

La movilización de la derecha y el fracaso en el mantenimiento del orden público dieron la puntilla al gobierno de Azaña, haciéndose necesarias unas elecciones en las que por vez primera votaron las mujeres. EL desencanto del reformismo progresista, la miseria recrudecida por la crisis económica, la agitación social y la división de las izquierdas, que concurrían por separado a los comicios de noviembre de 1933 o, como los anarquistas, no acudían, dieron un giro a la República. José María Gil Robles y su Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) obtuvieron un resonante triunfo compartido con el centro, representado por Alejando Lerroux. Alcalá Zamora encargó entonces al líder del Partido Radical, envejecido y desacreditado, formar gobierno, aunque serían Gil-Robles y sus diputados quienes atesorarían el poder efectivo.» [García de Cortázar 2002: 250-252]

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